domingo, 3 de junio de 2007

Historia de una meada de 3 minutos, y de los 2 errores que la ocasionaron

Primero, ubicación: me encuentro en la India, el país en el que el exotismo desaparece diluido en la miseria más absoluta (y casi institucionalizada). El país en el que al menos 900 millones de personas son apenas la sombra de un ser humano. El país en el que todos los perros son como Ayudante de Santa Claus. En concreto, esta breve aventurilla que paso a narrar tuvo lugar en Calcuta (Kolkata, como gustan decir por aquí). Calcuta es, de las grandes ciudades de India, probablemente la más pobre. Bien, pues llego a Calcuta desde Bombay con resaca de la noche anterior, y con tan sólo 2 horas dormidas. Me encuentro a 36º C y una humedad del 90% (calculo…). Tras la visita a mi segundo cliente, éste insiste (y de verdad, que a pesar de mis excusas) en llevarme a su bar favorito a tomar algo.

Segundo, los dos errores: Una vez allí, el cliente pide una Kingfisher (birra india) para cada uno, con la sorpresita de que la botellita es de 650 ml. Yo, agotadísimo, con la cara negra del polvo y la polución consumida tras mis viajes en taxis sin aire acondicionado, con la confianza de que el cliente será comprensivo al haberle contado lo poco que he dormido, y con lo “viajado que estoy” (grácias Carmen), decido que lo mejor será que me la beba rapidito para así acabar antes y que me devuelva al hotel. Evidentemente, este fue mi primer error. En su infinita cortesía y hospitalidad, mi amigo hindú y vegetariano (puro, ni pescado ni huevos), me pide otra fresquita, aunque por suerte consigo que me traigan una de tercio. Finalizamos, y le convenzo para que me lleve al hotel. Al salir del bar, él pasa por el baño, y yo, con 1 litro encima, y con mi vejiga de bebé de 3 meses, decido esperarme a llegar al hotel. Por supuesto, segundo error.

Tercero, desenlace: a mitad camino hacia el hotel, el cliente se baja del coche en su casa y me deja con su conductor/esbirro, quién del inglés prácticamente sólo conoce los números, y eso si llevan la palabra dólar o rupia delante. Llevamos ya media hora en el coche, y los primeros avisos de mi vejiga van llegando. Doy por supuesto que llegaré al hotel a tiempo, pero infravaloro considerablemente el tráfico de Calcuta, y sobrevaloro enormemente el tamaño de mi vejiga. Los riñones, que esos sí me funcionan de maravilla, filtran a todo ritmo, lo cual me obliga ya a ir cambiando de posturitas para no mearme. Valoro la idea de pedirle a mi conductor, por señas, que me pare en un lado para descargar, pero me echa atrás la absoluta oscuridad de las calles y el hecho de que no me apetece mearle a nadie encima dado lo abarrotadas que están. Llevo ya casi una hora de sudores, y ha llegado el momento en el que soy incapaz de controlar el músculo que evita que nos meemos encima (¿Luis, cómo se llama?), y mi única salvación es la opresión manual de la manguerita. La cosa se pone fea: empiezo con dolores de estómago, sudores y lagrimitas. Llegados a este punto, y entrando por fín en calles con alguna luz, golpeo el hombro del conductor/esbirro y le explico con gestos nada sutiles, acompañados del internacional “psshh, psshhh”, que pare a un lado YA o le lavo el coche por dentro. Mi querido adorador de elefantes azules, que de idiomas no sabrá pero de interpretación de caras sudadas y lágrimas en los ojos es un as, echa el coche a un lado y me para en la que probablemente sea la calle más iluminada de Calcuta, indicándome con el dedo que me dirija entre un camión que hay aparcado y la acera a aliviarme. Así que salgo disparado del coche, yo, el único blanquito de la ciudad, con mi nudo perfecto de la corbata, y me ubico entre el camión y la acera, ante la atenta mirada de no sé cuantos millones de hindús y bajo la agobiante atmósfera del lugar, y por fin descargo sin compasión sobre la inocente rueda del camión. Acabando ya, tal había sido mi sufrimiento que me empiezo a marear y casi me desmayo, teniendo que apoyarme en la barandilla de atrás. Por primera vez en mi vida recé a Siva, pidiéndole que me diera tiempo a subirme la bragueta y meterme en el coche antes de perder el conocimiento. Me imaginaba a mí mismo caído boca arriba, con la manguera todavía regando, y que cualquier Ayudante de Santa Claus vendría a jugar como el perrito de la primera escena de Terciopelo Azul. Finalmente me salvé, así que le debo a Siva una barrita de incienso y un collarín de flores. De veras que hoy, más de 24 horas después, todavía me duelen los riñones.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Es curioso como la forma de contar las cosas puede hacer descojonarse a uno de un sufrimiento tan atroz. Que me mondo!!!!
Recuerdos de Bartek que tambien se esta riendo!
Besos!

Oreja dijo...

jajajaja... te parece "bonito"?!? Toi muerto en la biblioteca; y me ha venido bien la fábula ésta. Un abrazo!

Anónimo dijo...

Lamento la situacion pero es de Woody Allen autentica.Si tu suegra hubiese estado delante se había caido al suelo de la risa, la he visto hacerlo antes por cosas peores y mas graves. El esfinter de la vegiga es el que controla e impide la salida de la orina.Pero en esas circunstancias el musculo detrusor obliga a vaciarla por exceso de presión interna.Sigue así, vas ganando experiencias 8 a cual peor). el futuro abuelo Luis

kelo dijo...

Ya es la tercera vez que leo esto y yo también me meo. Juas, juas! Muy bueno! Seguro que en breve le contarás esta historia a Luisito

Anónimo dijo...

¡¡¡FELICIDADES POR EL BEBOTO!!!

ESPERO SER LA PRIMERA EN REGALARLE UN SONAJERO/ABRIDOR

BESETS PA LOS DOS